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La crítica operativa

Carlos Rehermann

Manfredo Tafuri, arquitecto, teórico, historiador y crítico de arquitectura italiano, autor de notables libros y ensayos sobre arquitectura moderna, decía que la arquitectura funciona como crítica porque los edificios y los proyectos inevitablemente comentan y se refieren a otras arquitecturas. También reclamaba a la Academia que asumiera un rol crítico más profundo, porque, así como la arquitectura hace crítica, está claro que la crítica hace arquitectura. En su libro de 1968 Teoría e historia de la arquitectura dice que los arquitectos puestos a historiadores no ejercen una crítica suficientemente rigurosa. Eso no le gustó a unos cuantos arquitectos devenidos historiadores, como Bruno Zevi, autor de una clásica Historia de la arquitectura contemporánea, aunque en sus tiempos de estudiante Tafuri había apoyado  a Zevi para lograr una cátedra en la Scuola Superiore di Architettura de Roma.

El pionero de la historiografía de la arquitectura moderna y representante típico de lo que Tafuri llamaba “crítica operativa” (“análisis históricos dotados de una finalidad y deformados según un programa”) fue Sigfried Giedion, elegido por Le Corbusier y por Gropius como el historiador de la que ellos llamaron con éxito (ya que la denominación sigue en uso)  “Arquitectura Moderna”, es decir, lo que ellos hacían. El suizo Giedion había sido alumno de su compatriota Heinrich Wölfflin, un teórico de la historia del arte que propuso lo que luego Hauser llamaría “historia del arte sin nombres”. Esta idea, difundida en su libro “Conceptos fundamentales en la historia del arte”, publicado en 1915, da cuenta de un criterio de organización de la historia según fuerzas que imponen los estilos, dentro de los cuales los nombres de los artistas individuales son poco más que accidentes. A pesar de ese antecedente, el trabajo de Giedion como secretario de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna consistió en imponer un índice de maestros de la arquitectura moderna.

Un siglo de pocos libros

Lo que demostró Tafuri hace cincuenta años es que siempre hay un programa, que toda crítica es operativa, especialmente en el campo de la arquitectura, disciplina en la que el futuro está implicado en su misma definición: diseñar un espacio consiste en imaginar, con la mayor exactitud posible, un estado ulterior del mundo. Nunca antes en la historia de la arquitectura había sido tan explícita la idea de construir el futuro como en la arquitectura del siglo XX. Desde los años 20 no hubo arquitecto con intención de ser noticia que no dibujara visiones de una vida futura, casi siempre idílicas, aunque en unos pocos casos, en los años sesenta y setenta, no resultaba claro distinguir la utopía de la cacotopía, como en el caso de Archigram.

No demasiados nombres dominan el panorama editorial de los grandes relatos sobre la Arquitectura Moderna. Leonardo Benevolo es un historiador más tradicional que Giedion y Zevi, sin dudas optimista acerca del potencial redentor del movimiento moderno. La década de los años 80 del siglo pasado vio el desplazamiento hacia el inglés de los textos de historia reciente hasta entonces dominados por el italiano: William Curtis, que no es arquitecto, es un gran escritor y fino analista que traza una historia convincente de los ochenta primeros años del siglo. Su escepticismo acerca del curso de la arquitectura de fin de siglo es quizá lo que, a pesar del éxito internacional de su libro, ha impedido la edición de una versión más actualizada.

Un astuto británico, Kenneth Frampton, acaparó el interés durante un par de décadas, a partir de los años 80, con el recurso de resbalar del lazo de Tafuri untándose con gramática: su Historia crítica de la arquitectura moderna convierte a “crítica” en adjetivo, con lo cual no puede ser ya puesta junto a “operativa”. En su libro, aunque perdura la admiración por los maestros, ya es posible encontrar un poco más que elogios rendidos.

En 2012 un idioma latino vuelve por sus fueros, aunque con una curiosa distorsión: la primera edición de un nuevo libro sobre arquitectura moderna no se lanza al mercado en el idioma en que fue escrito (francés) sino en una traducción al inglés. Y ha venido para convertirse en el texto de referencia para estudiantes e interesados en historia de la arquitectura moderna treinta años después de Curtis y Frampton.

Los futuros del pasado

Con la excepción de Tafuri, y haciendo a un lado diversas veladuras de ambigüedad e indefinición en los distintos autores, todas las historias de la arquitectura moderna han colocado al Movimiento Moderno en una posición heroica, incluso cuando relatan la pérdida de la batalla ante la embestida posmoderna. Pero las historias llevadas adelante por críticos operativos como Giedion o Zevi tuvieron —incluso para Tafuri— un sentido positivo porque ayudaron a que un movimiento renovador y democratizador comenzara a instalarse como alternativa paradigmática de una tradición aristocrática e incapaz de solucionar problemas básicos de acceso a la vivienda.

El francés Jean-Louis Cohen ha escrito un libro que ha leído todos los libros anteriores, pero sobre todo, lo ha escrito desde un momento de la historia de relativa calma, en la que hace por lo menos dos décadas que no se produce nada realmente nuevo, ni desde el punto de vista de las tecnologías de la construcción ni en lo relativo a nuevos programas.

Para Cohen, la fuerza irresistible de los procesos de modernización no ha sido suficientemente explorada en las historias de la arquitectura reciente. “Durante la edad de oro de Hollywood —dice— los grandes estudios categorizaban sus películas como “A”, “B” o “C”, de acuerdo a sus presupuestos. La narrativa [de este libro], aunque con frecuencia focalizada en los edificios clase “A”, fue escrita inicialmente con la intención de no descuidar la relación  entre la arquitectura “mayor” de los edificios más espectaculares y la arquitectura “menor” de la producción masiva, que constituye el fondo urbano de los proyectos monumentales”.

Así, Cohen trata de “hacer menos énfasis en la creatividad de maestros incontestables como Frank Lloyd Wright, Le Corbusier y Mies, que en el trabajo a veces injustamente relegado de arquitectos que tuvieron carreras menos heroicas, y que han sido redescubiertos a través de  la publicación de una plétora de monografías a lo largo de las últimas dos décadas”.

Articulado en 35 capítulos, una mirada al índice resulta sorprendente para quien ha tenido contacto con los libros de referencia de historia de la arquitectura moderna. En primer lugar, ningún capítulo contiene un título con la expresión “arquitectura moderna”, una declaración (por ausencia) contundente. Hasta ahora, parecía que los historiadores de la arquitectura reciente estuvieran sentados en una torre hecha por un maestro del Movimiento Moderno, desde donde miraban un mundo que parecía organizado para conducir hacia esa torre. Pero el Movimiento Moderno no sólo se convirtió en paradigma, y por lo tanto dejó de ser necesaria la intervención de los críticos operativos, sino que mostró, a pesar de los esfuerzos de sus defensores por enmascararlas, contradicciones insostenibles.

El punto histórico de arranque del libro es la exposición Universal de París de 1889 y la construcción de la Torre Eiffel, primera obra de arquitectura hecha con la tecnología de los ingenieros de puentes y caminos (aunque con la mano de obra de los gremios tradicionales de compagnons carpinteros de tradición medieval). El final del arco histórico que abarca es el año 2000.

Quizá no sea este el libro que quería escribir Cohen, porque en realidad están todos los hitos arquitectónicos tradicionales, y de alguna manera su proyecto de narrar los procesos de transformación queda un poco opacado por la narración —aunque menos servil— de la épica moderna de los maestros. Pero el respeto del autor por la tradición historiográfica de la arquitectura moderna y su manejo explícito convierten el resultado en el libro más abarcador y mejor organizado del siglo veinte, el período más revulsivo de toda la historia de la arquitectura.

Publicado originalmente en El país Cultural el 26 de octubre de 2012.

Hogar en guerra

kitchen

Kruschev y Nixon discutiendo sobre lavavajillas.

Al principio fue Europa
El historiador británico Eric Hobsbawm fijó el final del Siglo XIX en 1918, cuando terminó la Primera Guerra mundial. Para lo que quedó del Siglo XX (que, con el criterio de Hobsbawm, terminó con la caída de la Unión Soviética, en 1991) el período de veinte años entre el final de la Primera Guerra y el comienzo de la Segunda fue notablemente dinámico.
Europa (especialmente la cultura de habla alemana) sentó las bases de nuestra civilización obsesionada por el consumo, a través de lo que suele denominarse Movimiento Moderno, un conjunto de conductas y criterios de juicio que convirtieron lo que antes se llamaba “moda” en una ética. La escuela alemana de diseño Bauhaus estableció las pautas para la programación de líneas de producción de objetos de consumo; el propagandista suizo Charles Jeanneret (también conocido como Le Corbusier) enmarcó la práctica de la arquitectura según unos criterios de funcionalidad e higiene, en busca de público (es decir clientela) masivo; y el industrial estadounidense Henry Ford creó la infraestructura que haría posible la comercialización de todo ello a precios accesibles.
Esos veinte años entre dos masacres cambiaron los modos de aceptar o rechazar afectivamente nuestro entorno cultural, es decir, el gusto. El Movimiento Moderno fue tan importante y decisivo para el cambio de las prácticas culturales occidentales del Siglo XX, que aun estamos inmersos en las estribaciones de la Posmodernidad. El solo hecho de que la Academia, tan prolífica en denominaciones, no haya podido bautizar nuestra época con un término autónomo de “moderno” (posmoderno, tardomoderno, hipermoderno, modernidad líquida, etcétera) indica la potencia de aquellas ideas y de sus correspondientes prácticas.
El Movimiento Moderno fue un producto europeo. Si Estados Unidos marcaba su presencia era porque recogía algunos postulados, presentaba algunos diseñadores notables (como Frank Lloyd Wright) o impresionaba con el atrevimiento de sus rascacielos. Pero no fue sino hasta después de la segunda Guerra Mundial que Estados Unidos encontró su camino a la cabeza de la cultura del diseño.

Un matrimonio americano
Charles y Ray Eames fueron arquitectos y diseñadores, quizá unos de los más influyentes del Siglo XX. Su trabajo con madera laminada y moldeada y con plásticos inyectados cambió el aspecto del planeta. Las sillas de plástico apilables y los sistemas de mobiliario de oficina (especialmente los que diseñaron para la firma Herman Miller) han invadido los ambientes habitados de todo el mundo. Su primer trabajo fue típicamente estadounidense: eran diseñadores y constructores de estudios de filmación,  los preferidos del director Billy Wilder, debido a que en pocas horas, y con los materiales disponibles en los galpones (deshechos, siempre deshechos de producciones anteriores), eran capaces de construir lo que especificaba el libreto más exigente.
La guerra permitió a Charles hacer fortuna, puesto que inventó un sistema de férulas de madera laminada que salvó miles de vidas de soldados con heridas en las piernas. Hasta la introducción de su férula, muchos soldados con heridas relativamente benignas terminaban perdiendo un miembro o la vida por causa de infecciones ocasionadas por material médico inadecuado.
En 1949 los Eames presentaron al mundo su propia casa, construida con vigas de hierro —como los rascacielos de Chicago y Nueva York—, en un estilo geométrico despojado —tomado del europeo Mies van der Rohe (que había sido el último director de la Bauhaus)—, y en un terreno de la costa californiana, con grandes desniveles y repleto de eucaliptus gigantes —. Ese fue el inicio de la modernidad  arquitectónica en Estados Unidos.
Para ese entonces, todos los antiguos maestros europeos estaban instalados en aquel país, con cátedras en las universidades más importantes y estudios que acaparaban los encargos de millonarios y corporaciones. Pero de alguna manera su poderoso discurso transgresor había enmudecido al llegar a Estados Unidos, o quizá se había vuelto insignificante: su voluntad de romper con el pasado para renacer con nuevas energías parecía un despropósito en un país que seguía fundándose a sí mismo cada día. Dos fotos del arquitecto alemán Walter Gropius, primer director de la Bauhaus, ilustran el cambio ocurrido con el Movimiento Moderno en su tránsito hacia América.
La primera, tomada en 1923, lo muestra frente a Le Corbusier, sentado a una mesa en el café parisino Les Deux Magots. Ambos visten pesados sobretodos, llevan sombreros y sostienen un intenso tête à tête (literalmente sus cabezas parecen conformar un sistema planetario autónomo). Entre ambos, ensimismada y tímida, la entonces esposa de Gropius, Alma (antes y después conocida como Alma Mahler) contribuye sólo como fondo al protagonismo de ambos próceres de la arquitectura moderna.
La segunda fotografía fue tomada en 1950 en la casa de Gropius en Massachusetts, adonde se había mudado en 1937. En ese entonces el arquitecto dirigía una escuela de arquitectura que funcionaba en la universidad de Harvard. En la foto se lo ve de espaldas, ante una mesa de desayuno, sentado frente a su esposa Ise, en lo que los estadounidenses llaman sun porch, una terraza vidriada que da al jardín.  No se distinguen los rostros, que están en contraluz. Tampoco se ven los detalles de la casa, lo cual es muy llamativo, porque la foto se publicó en una revista de arquitectura, y siempre interesa saber cómo es la casa que un arquitecto diseña para sí mismo. Sólo el ambiente distendido y doméstico, abierto a un gran jardín de grandes árboles, y el hecho de que Gropius está en mangas de camisa. La arquitectura había pasado de la edad heroica de la Europa de entreguerras a una era de celebración de la distensión hogareña.
Justo entonces el matrimonio Eames saltó al escenario del diseño moderno. Tenían la ventaja de ser auténticamente estadounidenses. Nunca habían posado como héroes del diseño, pero habían salvado vidas de soldados compatriotas. Y eran tan buenos (o mejores) diseñadores como los inmigrantes con acento alemán que llenaban las cátedras de las universidades. Y no necesitaban posar en una foto para parecer lo que no eran.

Nixon y Kruschev en la cocina
En los años en que algunos de los individuos menos recomendables de la historia se embarcaban en la Guerra Fría, un pico de la discusión sobre la modernidad tuvo como tema la administración del hogar, y ocurrió en una cocina americana en Moscú.
En 1959 Estados Unidos y la Unión Soviética acordaron intercambiar exposiciones nacionales sobre ciencia, tecnología y cultura. La Unión Soviética realizó la suya en Nueva York en Junio, y Estados Unidos hizo lo propio en Moscú en julio. Los Eames contribuyeron con una película titulada Glimpses (“Vistazos”), que mostraba, en siete pantallas simultáneamente, escenas urbanas de la vida en Estados Unidos (especialmente autopistas, aeropuertos, supermercados, y en general situaciones en las que multitudes hacen uso de medios de transporte o consumo, y disfrutan del ocio doméstico rodeados de electrodomésticos).
El vicepresidente de Estados Unidos Richard Nixon viajo a Moscú, donde visitó la exposición estadounidense con el Jefe de Estado de la Unión Soviética  Nikita Kruschev. El 24 de julio de 1959, las agencias noticiosas de todo el mundo difundieron las fotos de ambos gobernantes discutiendo animadamente ante el símbolo de la victoria del capitalismo sobre el socialismo: un lavavajillas. Desde las fotos, Nixon explicaba a un atento Kruschev por qué los americanos son mejores. Ese episodio se conoce como The Kitchen Debate y es un indicador acertado del rumbo (y la importancia) del diseño internacional en esos años.
Así como las discusiones entre jefes de estado se presentaban ante el público en el marco de la cocina americana, la Guerra (aunque fuera fría) también se metía en el hogar. En esos mismos años Estados Unidos vivió un estado de paranoia sólo comparable al que ha experimentado en los años posteriores al ataque a las Torres del World Trade Center de Nueva York de 2001.  En ese estado de terror el hogar adquirió un carácter inédito de refugio, en sentido estricto.

Vamos a enterrarnos, mi amor
Mientras Kruschev y Nixon discutían sobre hornos de microondas y detergentes biodegradables en Moscú (¿Esta es la cultura, la tecnología y la ciencia que tiene para ofrecer América? ¿Una cocina? decía el periódico soviético Pravda), un matrimonio de Miami pasó quince días en su refugio subterráneo en el jardín de su casa de los suburbios.  Fue su luna de miel. Su historia se publicó en el número del 10 de agosto de 1959 de la revista Life.
En esos años se impuso un doble paradigma del hogar. Por un lado, una casa con jardín, alejada del ajetreo de la ciudad, accesible sólo mediante el automóvil, un medio de transporte que estimula el consumo de combustible, esencial para la economía estadounidense de aquellos años de petróleo barato. Y al mismo tiempo, un refugio nuclear, que se estimulaba a las familias a construir y mantener con acopio de alimentos, agua potable y un botiquín. La guerra ya no suponía tropas organizadas, porque las bombas atómicas permitían una destrucción completa sin el concurso de seres humanos. Los hombres de la casa no serían llamados a filas, sino que deberían hacerse cargo de su familia y protegerla de la aniquilación desde el hogar. Para eso el modo de vida estadounidense era ideal, porque en el jardín había espacio suficiente para construir un refugio, y en la ferretería se podía comprar tantos contenedores de Tupperware como fuera preciso para guardar las vituallas.
Del mismo modo que en los años cincuenta y sesenta, cuando el gobierno estadounidense estimulaba la construcción de refugios nucleares en los jardines de los suburbios, después de los atentados de Nueva York del año 2001, el hogar es el reducto final de la defensa contra un enemigo ubicuo.

Este artículo se escribió a partir de la lectura de:

Domesticity at War
Beatriz Colomina
The MIT Press, 2007

Publicado originalmente en El País Cultural

El arqueólogo en su laberinto

Carlos Rehermannminotauro

Una ciencia nueva
En 1642, el doctor John Lightfoot, vicerrector de la Universidad de Cambridge, demostró que el ser humano fue creado por Dios aproximadamente a las nueve de la mañana del 23 de octubre de 4004 antes de Cristo. Dos siglos después, el pionero de la arqueología prehistórica, Jacques Boucher, hablaba de «hombre antediluviano». Suponía que ciertas capas de sedimento marcaban el momento del Diluvio bíblico. La Biblia seguía siendo la guía para datar los orígenes.
Hacia mediados del Siglo XIX el historiador danés Christian Thomsen impuso las denominaciones Edad de Piedra, Edad de Bronce y Edad de Hierro. Se inspiraba en Los trabajos y los días, de Hesíodo, donde se recoge un mito presente en muchas culturas, según el cual el hombre de los orígenes era mejor que el actual.
Hacia fines del siglo XIX etnólogos como James Frazer se adentraban en la mitología como medio de estudio de los pueblos contemporáneos, y al mismo tiempo fundaban las bases de la antropología prehistórica.
El alemán Schliemann, munido de su ejemplar de la Ilíada, había encontrado lo que creía que era la ciudad de Troya, y afirmaba que en Micenas había dado con el palacio de Agamenón.
A los académicos les resultaba difícil aceptar que la Ilíada fuera una fuente confiable, pero la realidad era incontestable: Schliemann encontraba ruinas, y la Biblia, sobre todo después de Darwin, no parecía tan eficaz. Comenzaba a nacer una nueva ciencia histórica, la arqueología. Y después de Troya, Micenas y Tirinto, cuando faltaban pocos años para termi9nar el siglo XIX, Schliemann comenzó a buscar el laberinto del Minotauro.

En busca de un yacimiento propio
John, el padre de Arthur Evans, era aficionado a «fosilizar», actividad campestre que consistía en salir a recorrer canteras de calizas en busca de huesos antiguos, puntas de flecha, piedras de pedernal y otras huellas de culturas antiguas. Para encontrar los restos había que hacer fosos, y por eso los huesos antiguos se llaman fósiles. John Evans e convirtió en un experto en monedas antiguas, muy respetado por las asociaciones de anticuarios de Gran Bretaña. Además poseía una considerable fortuna, lo cual lo hacía aun más respetable ante otros miembros de la comunidad académica y política, circunstancia beneficiosa para la carrera de su hijo.
Arthur estudió historia, aunque nunca fue un buen estudiante. La fama de su padre le granjeó la buena voluntad de algunos de los profesores que lo calificaron con benevolencia en sus flojos exámenes de historia.
Poco después de su graduación viajó a Alemania para estudiar historia moderna, pero su afición por «fosilizar» lo empujó hacia la región de Bosnia y Herzegovina, en ese momento en litigio entre los imperios Otomano y Austro-Húngaro.
Poco después sus relaciones familiares le permitieron acceder a la dirección del Museo Ashmolean, en Oxford, una especie de depósito caótico de cuanta colección inclasificable fuera donada a la Universidad.
Los sucesivos viajes de Evans por los Balcanes lo fueron llevando hacia el sur, hasta que las exploraciones de Schliemann en Creta, muy bien recibidas en los círculos académicos ingleses (más que en la propia Alemania), lo convencieron de que debía internarse en el mundo Egeo, para tratar de encontrar su propio yacimiento.
Sus viajes por los Balcanes lo habían puesto en contacto con muchos saqueadores de tumbas antiguas, que vendían sus hallazgos en ferias populares, donde Evans había comprado muchos pequeños objetos, especialmente sellos cretenses que pronto le dieron fama de especialista en la materia. Por ellos sabía que en toda la región del Egeo había todavía enormes yacimientos inexplorados.

Del mito al hecho
Schliemann había intentado comenzar la búsqueda del mítico laberinto de Dédalo, pero las complicaciones políticas y la férrea legislación proteccionista turca —que mantenía el control político de Creta, donde se suponía que estaba el laberinto—, lo desanimaron.
Después del abandono de Schliemann, y a lo largo de casi una década, Evans intrigó hasta lograr numerosos apoyos para emprender trabajos a gran escala en Creta: de su país, del gobierno griego, del gobierno turco y de la comunidad cretense.
En 1900, con dinero de su padre, pudo comprar los terrenos donde había pruebas de que había enterrado un gran complejo edilicio. Convertirse en propietario era la única manera de lograr los permisos gubernamentales de excavación.
Para Evans no había ninguna duda: allí estaba el laberinto de Dédalo, donde había vivido el Minotauro, un gran complejo que definió como el Palacio de Minos. Rastros de unas inscripciones indescifrables lo convencieron de que en Creta había habido una escritura anterior a la fenicia, considerada antecesora de la escritura griega. Su idea de desarrollo de la civilización europea correspondía al difusionismo, que proponía un origen único para la actual diversidad étnica y cultural. Y Evans quería que el origen fuera una gran civilización a la que llamó «minoica», en referencia al mítico rey de Creta, Minos.

Una gran imaginación
En 1929 el escritor inglés Evelyn Waugh visitó el museo de Candia, en Creta, donde se exponían fragmentos de frescos del palacio de Knosos y muchos objetos de pequeño tamaño. Waugh escribió que los pintores que habían trabajado en la restauración tenían predilección por las portadas de la revista Vogue, ya que dibujaban los motivos con una estética parecida a la de esa revista glamorosa.
Algunos análisis lingüísticos del término «laberinto» (que Evans trataba de relacionar con la palabra labrus, «doble hacha», objeto ritual encontrado en las excavaciones de Knosos) comenzaron a poner en duda la realidad de una gran civilización Minoica. En 1956, quince años después de la muerte de Evans, un antiguo colaborador suyo, Michael Ventris, descifró una escritura en tablillas encontrada en Knosos (llamada Lineal B), relacionada con una escritura similar micénica. Quedó demostrado que se trataba de una antigua escritura griega. Al parecer, esta interpretación fue posible gracias a hallazgos posteriores a la muerte de Evans, pero más tarde se encontraron pruebas de que éste había ocultado pruebas que habrían llevado mucho antes a la misma conclusión.
En 1979 se descubrieron pruebas de que en Knosos se realizaban brutales sacrificios humanos, poco después de que un arqueólogo alemán propusiera que el conjunto había tenido usos funerarios, ya que de lo contrario no habría sido construido con un yeso tan frágil y sensible al clima. Al parecer, aquella no fue una civilización áurea.

Un hombre extraño, por suerte
Evans puso en juego toda su influencia, mientras vivió, para librarse de los académicos que lo contradecían. Alan Wace, por ejemplo, que sostenía la teoría más aceptada en la actualidad (que Creta fue un dominio micénico, y que no hubo una cultura minoica antecesora de Micenas) fue destituido de su cargo de Director de la Escuela Británica de Atenas por orden de Evans, y no fue sino hasta la muerte de este que pudo volver a trabajar en Grecia.
Según Manolaki Akoumianakis, uno de sus empleados, Evans «Solía pegarme, solía agarrarme de la camisa y sacudirme. Era un hombre muy extraño, un hombre muy extraño». A este hombre a quien castigaba, Evans lo trataba cariñosamente —al menos en cartas dirigidas a terceros— como «mi lobo de montaña».
Aunque tenía inclinaciones homosexuales, sus relaciones con varones al parecer no pasaron de ser platónicas. Se casó con la hija de un antiguo profesor suyo, que lo dejó viudo a los pocos años de desinterés mutuo, y ya no volvió a casarse. Años más tarde adoptó a un niño de su vecindario en Youlbury. Tanto su esposa como su suegro y él mismo tenían fuertes ideas acerca de la superioridad aria, y sus cartas dejan ver claramente su desprecio por los pueblos orientales.
Fue un alumno mediocre, obtuvo trabajo por influencias familiares, contrabandeó tesoros arqueológicos y trampeó durante décadas a los gobiernos de Turquía, los países balcánicos y Grecia. Se obsesionó a tal punto con sus ideas preconcebidas que ocultó las pruebas objetivas de su error, y no dudó en dejar sin trabajo a quien se atreviera a opinar en su contra. Era, en resumen, un individuo casi normal. Fue gracias a su empecinamiento por trascender su mediocridad que cargó de rasgos fantásticos una civilización que quizá nunca fue tal, y con ello dio el impulso definitivo para el desarrollo de la arqueología moderna.

Escrito a partir de la lectura de
Joseph Alexander MacGillivray
El laberinto del Minotauro. Sir Arthur Evans, el arqueólogo del mito.
Edhasa, 2006

Publicado originalmente en El País Cultural

La idea de laberinto

Laberinto de la nave central de la catedral de Chartres

Laberinto de la nave central de la catedral de Chartres

Carlos Rehermann

La idea de laberinto comenzó a expresarse durante el Neolítico, hace unos cuatro mil años. Desde entonces, ha intervenido en mitos y relatos populares, y se ha entroncado con las más ricas tradiciones literarias occidentales. Sus imágenes se difundieron a través de monedas antiguas, iglesias cristianas, jardines reales, parques de diversiones y revistas de entretenimientos. Conviene adentrarse en esa idea ambigua, con la esperanza de entender un poco más las vueltas complicadas de este mundo.

Qué es un laberinto
Dice Ovidio:

Dédalo, famosísimo por su pericia en el arte de la construcción,
realiza la obra, enmaraña los puntos de referencias e induce
a error a los ojos con las revueltas de múltiples pasadizos.
[…] llena de rodeos los innumerables pasadizos, y apenas pudo él mismo
volver al umbral: tan grande es la trampa de aquel edificio.

Metamorfosis VIII, 155-168

Tal es el labrinto que el rey Minos hizo construir para encerrar a Asterión, fruto monstruoso de los amores de la reina Pasifae con un toro sagrado.
Para Arthur Evans, descubridor del palacio cretense de Cnoso, el laberinto es el propio palacio, y su nombre se compone de la palabra labrys, que designaba la doble hacha, emblema minoico, y el sufijo —inthos, utilizado para nombrar “lugar” o “casa”. Laberinto significaría, entonces, “casa de la doble hacha”.
Otros creen que ese nombre es imposible, porque labrys es una palabra tardía (en aquellos tiempos, la doble hacha se llamaba peleky), muy posterior a las imágenes de laberintos grabadas en las monedas de Creta.
La palabra existe desde hace unos tres mil quinientos años, y figura en una tablilla donde consta una lista de ofrendas: “Una vasija de miel para la Señora del Laberinto”. Nadie sabe, en realidad, qué significa. Los etimólogos medievales querían creer que se trataba de labor intus, “trabajo interior”, o eladi inde, “escapar o salir de un interior”.
Para los mayas, de quienes conservamos el único laberinto antiguo realmente construído, y todavía en pie, el edificio marca el lugar donde la humanidad accedió a este mundo. El edificio se llama Tza Tun Tzat (o Satunsat), que significa lugar para perderse.
En Roma, los laberintos se llamaban Labirintus o Troja (Troya); en la mayoría de las lenguas ocurre una palabra directamente derivada de la griega, aunque generalmente de uso erudito; en alemán es más frecuente irrweg, que deriva de errar o desorientarse (una traducción literal es “camino loco”); en inglés, maze, que se relaciona con sorpresa y aturdimiento (se hace énfasis, así, en la experiencia emocional del caminante); en español y en francés, dédalo y dédale, en referencia al constructor mítico del laberinto.
Existen nombres locales, como Troy Town, Caerdroia, Julian’s Bower, La lieue (la legua), o Chemin de Jhérusalem, que surgieron a partir de tradiciones o costumbres regionales.

Dónde están, cómo son
Herodoto, y Estrabón aseguran haber visitado un enorme laberinto, en Hawara, Egipto, pero no se ha encontrado restos de construcciones que se ajusten a sus descripciones.
La cueva de Gortina, en Creta, ha sido considerada, con más frecuencia que el palacio de Cnoso, como el laberinto minoico. Al parecer en Gortina se cumplía un rito cada nueve años, en el que se confirmaba o cambiaba el rey, quizá a través de un asesinato similar al leit motiv de Frazer en La rama dorada.
Los laberintos que se conocen no son edificios, con excepción del Satunsat maya, sino dibujos o grabados en rocas. Los más antiguos petroglifos tienen unos cuatro mil años de antigüedad, y son de la clase denominada cretense, porque es en esta isla donde se encontraron por primera vez. Tiene siete circuitos y una sola vía que va sin dilemas desde la entrada hasta el centro.
Diagramas de este tipo se encuentran en muy diversos puntos del planeta: entre los Hopi americanos, en la India, en el Mediterráneo y en Escandinavia, al parecer surgidos simultáneamente y sin influencias mutuas.
En tiempos del imperio Romano, el laberinto cretense era motivo dilecto de decoración de los pisos con la técnica del mosaico.
Las iglesias cristianas incorporaron laberintos desde al menos el siglo VI, pero fue durante la Baja Edad Media, coincidiendo con la eclosión del gótico, cuando se manifestaron con extraordinario esplendor.
Más tarde, los jardines renacentistas y barrocos contuvieron grandes laberintos cuyas paredes se elaboraban con setos. Por primera vez en Occidente, los laberintos tenían más de una vía. El paseante se encontraba cada pocos metros con bifurcaciones. De estos jardines laberínticos hemos heredado el pasatiempo infantil de los laberintos de revista, en los que hay que encontrar el camino más corto entre dos puntos. Otros juegos también derivan de los laberintos barrocos: bidimensionales, en los que una bolita debe llevarse hasta una meta, o tridimensionales, de los que hay que extraerla (en Uruguay, algunos recordarán un juego de esta clase, que se llamó Sacariola).

Usos de los laberintos
La idea de laberinto ha servido como modelo o reflejo de estructura narrativa: Dante, Chaucer, Boccaccio, Margarita de Navarra, los autores de Las mil y una noches, Cervantes, el conde Potocki, Roussel, Borges, Cortázar y Perec han explorado de diverso modo la construcción de laberintos como tema, estructura o motivo literario.
Pero la idea de laberinto es anterior a esas elaboraciones literarias. Si los laberintos casi nunca fueron edificios reales, ¿qué función tenían como símbolo?
El análisis de los mitos puede aportar alguna pista; pero los mitos no son discursos cerrados a los que se pueda adscribir un significado único. El propio mito del Minotauro es punto de confluencia de varios otros mitos griegos: el vuelo de Ícaro y Dédalo, el ciclo de Teseo, los trabajos de Heracles, los vagabundeos de Dioniso, el destino infernal de Minos.
La digestión es un tema asociado firmemente con el laberinto. El mito del Minotauro es una historia de devoración. Freud mostró que los niños asocian la defecación con el nacimiento; es posible pensar que los laberintos y los intestinos se relacionan entre sí, a partir de su forma, para construir una imagen del nacimiento. En la India, la mayor parte de los laberintos grabados en piedra o dibujados en manuscritos están asociados a rituales de procreración.
El nacimiento, que en realidad se produce a través de un canal directo y corto, quizá se relaciona con las revueltas y dificultades del laberinto en un plano simbólico que asocia el cambio drástico de ambiente (desde el útero al mundo exterior) con un pasaje dificultoso.
En La Eneida se describe una coreografía ecuestre, de origen etrusco, que se llamaba Juego de Troya, en el que dos o tres grupos de jinetes recorrían caminos circulares que diseñaban un laberinto cretense en el suelo. Algunos estudiosos creen que los jinetes transitaban el hilo de Ariadna; otros, que dibujaban las paredes del laberinto.
La danza de Ariadna, relatada en La Ilíada a través de la descripción de las figuras del escudo de Aquiles, y una danza de Delos denominada geranos también se relacionan con laberintos, trazados laberínticos o coreografías que siguen el diseño cretense. Algunos historiadores creen que varios juegos infantiles, como la rayuela, se originan en diagramas laberínticos, lo que hace pensar que puede haber un ingrediente lúdico muy fuerte en la génesis de la idea. Paolo Santarcangeli interpreta el sufijo —inthos en relación a juegos basados en diagramas trazados en el suelo.
Los laberintos de pasto son comunes en Inglaterra. Se construían quitando la capa superficial de tierra fértil en la zona de pasillos, de modo que las paredes están representadas por cordones protuberantes de pasto. Los que se conservan tienen entre cinco y veinte metros de diámetro, y al parecer son de inspiración cristiana. Su función puede entenderse si se analizan los laberintos de iglesia, de los que parecen provenir.

Laberintos cretenses en iglesias cristianas
Según simbolismo cristiano medieval, la meta del fiel era acceder a la Ciudad de Dios, una metáfora para el Paraíso. A la Ciudad de Dios se llegaba a través de un Camino. La peregrinación a Jerusalén, imagen terrestre de la Ciudad de Dios, era entonces una representación del camino de la vida.
Durante los siglos XI y XII comenzó a procesarse un cambio muy importante en la concepción de la arquitectura del norte europeo, que se plasmó en un nuevo programa arquitectónico: la catedral gótica.
Heredera de la basílica romana, un lugar de reunión popular, la iglesia cristiana mantuvo su forma espacial durante casi mil años. Pero de pronto, con espectaculares cambios en la técnica constructiva, en el cálculo estructural y en el planteo compositivo, el edificio de reunión se convirtió en una puerta.
Si bien la catedral gótica siguió manteniendo su carácter de espacio reunitivo, mercado cubierto y último refugio para los ciudadanos, el diseño de su exterior la muestra como un lugar para entrar.
Explícitamente se llamaba a la catedral pequeña Jerusalén, con lo que se estaba señalando su carácter de símbolo de la Ciudad de Dios. Su composición como puerta resultaba evidente para el fiel: entrar físicamente a la catedral era entrar simbólicamente al Reino de Dios. Los términos esenciales para este conjunto de símbolos eran puerta —con su significado de pasaje de un estado a otro—, y camino, —lo que une las ideas de movimiento y meta—.
La imposibilidad de realizar la peregrinación a Jerusalén no fue un problema para la mentalidad medieval. El tráfico de reliquias y el florecimiento de mercados regionales favoreció algunas rutas de peregrinaje, donde comenzaron a construirse las más fastuosas catedrales, puertas de la Ciudad de Dios.
La ruta europea de peregrinaje por antonomasia era la que llevaba a Santiago de Compostela, donde la tradición indicaba que estaban los restos del apóstol.
El Camino de Santiago (o “la vía láctea”, pues las estrellas guiaban al caminante) era, pues, una imagen del camino a Jerusalén, a su vez una imagen del camino del creyente hacia Dios. Pero otros peregrinajes menores eran imágenes de aquél, y muchas iglesias servían simultáneamente como escala y como meta de peregrinaje.
Estas grandes iglesias tenían, muchas veces, un gran laberinto labrado en las losas del pavimento de la nave. La catedral de Chartres es la única que conserva el laberinto original, que ocupa todo el ancho de la nave central, a pocos metros de la entrada.  Era llamado popularmente “la legua”, porque los creyentes lo recorrían de rodillas, como imagen del recorrido a Santiago, y los casi trescientos metros de camino que se apretan en su interior llevaban un lapso igual al que tardaba un peregrino en recorrer una legua caminando. Así, el laberinto era la parte más pequeña de una larga cadena de símbolos.
El laberinto de Chartres es, como el de todas las iglesias, de una sola vía, idéntico al de Creta, aunque con más vueltas. Para el peregrino, la única vía tenía sólo la dificultad que obliga a la perseverancia: el camino hacia Dios no ofrece dudas, y aunque parezca a veces retroceder y alejarse del centro, si uno se mantiene firme en el avance, llegará a destino.

Un solo tipo
Acostumbrados a los laberintos de espejos de los parques de diversiones, o a los laberintos de las revistas de entretenimientos, pensamos que se trata de lugares donde el caminante debe elegir constantemente entre dos o más vías posibles. Encontramos el laberinto cretense decepcionante, porque su única vía conduce inexorablemente hasta la meta. ¿Dónde está el desafío?
Para el cristiano medieval, el desafío era permanecer en el camino de la fe.
Para Teseo, tras cada recodo del camino único acechaba el monstruo. En el mito del Minotauro aparece una contradicción que convierte a la propia idea de laberinto en laberíntica: el hilo de Ariadna.
Ariadna se había enamorado de Teseo. Aunque confiaba en que su habilidad para la lucha le daría la victoria sobre su medio hermano monstruoso, Ariadna temía que, una vez cumplida su misión, el héroe fuera incapaz de salir del laberinto, y por eso le dio un ovillo de hilo para que marcara su recorrido y pudiera seguirlo de vuelta.
Si, por otra parte, se analiza los textos que hablan del mito, da la impresión de que se refieren a un laberinto de múltiples vías. Hay, entonces, una contradicción entre las versiones icónicas y las versiones literarias. Pero un análisis más cuidadoso de los textos nos permite ver que en realidad tampoco allí se habla de múltiples opciones, sino (como hace Ovidio) de “múltiples pasadizos”, de confusión y error.
Lo que nos hace pensar en múltiples opciones es el hilo de Ariadna, porque no parece ser necesario en un laberinto cretense. En este tipo de laberintos, elñ hilo de Ariadna es la totalidad del recorrido.
Pero puede entenderse la necesidad del hilo si se piensa que la esencia del laberinto no es espacial sino temporal. Esto explica, de paso, por qué una idea que parece espacial no ha sido casi nunca convertida efectivamente en un espacio real.
Piénsese en un laberinto de una sola vía, pero enorme: allí el caminante no se pierde por no encontrar la meta, sino porque no llega a tiempo a la meta. Antes aparece el Minotauro, la muerte.
Imagínese ahora un laberinto de varias vías, con múltiples opciones, pero de dimensiones reducidas; el caminante puede utilizar la siguiente técnica salvadora: manteniendo la mano derecha en contacto con el muro de la derecha, va recorriendo todos los corredores, hasta que necesariamente llega a la meta.
Cuando se mira un laberinto dibujado, sea de una sola o de varias vías, se tiene una primera impresión de confusión e inextricabilidad. Se hace necesario recorrerlo con un dedo a lo largo de los pasillos dibujados para entender su carácter.
La verdadera comprensión del laberinto se obtiene cuando se recorre físicamente, cuando el cuerpo se sumerge en esa realidad espacial. Cualquier laberinto, sea de una o de varias vías, produce en el caminante una sensación de desamparo, de confusión y de incertidumbre, porque no sabe qué va a ocurrir a la vuelta del camino.
La contradicción entre las representaciones icónicas y las descripciones literarias es, en realidad, un contraste entre la visión más común que tenemos del laberinto (desde arriba, en su totalidad, en forma de planos y diagramas) y la experiencia corporal de recorrerlo (generalmente imaginada a partir de descripciones literarias).
Stanley Kubrick sintetizó con su habitual maestría esta doble visión, en su película El resplandor. Cuando la mujer recorre con su hijo un gran laberinto de jardín, su marido observa una maqueta del laberinto. Su capacidad de comprensión de la situación de la mujer y el niño lo coloca en una posición dominante. En un artista como Kubrick, los símbolos son muy abiertos, de manera que no cabe identificar el laberinto con el destino de los personajes o con la mente del protagonista; pero es claro que muestra cabalmente el tono alterado que comienza a invadir la intriga a esa altura de la narración.
¿Cómo es posible perderse en un camino sin bifurcaciones? La única posibilidad es pensar que “perderse” significa “desorientarse”. Pero, ¿desorientarse con respecto a qué? Nuevamente hay que pensar en cómo percibe el ser humano, o cómo, a partir de una descripción literaria, imagina percibir. La posibilidad de desorientarse no radica en el interior del laberinto, sino en la relación entre el laberinto y el entorno. Las vueltas del laberinto hacen que el caminante pierda la referencia exterior: no sabe si va hacia el norte o el oeste.
El laberinto, entonces, logra que se pierda la referencia del mundo, sea este social o geográfico. Abandonamos el sistema de referencia fijo que llamamos “mundo”, y entramos a un submundo sin orden a priori, con un referencial que se mueve: el que llevamos con nosotros mismos. El laberinto es una representación del yo, en la medida en que pone en cuestión el sistema de referencia que nos adjudica un lugar en el mundo.
Un laberinto de múltiples opciones nos permite elegir (en base a criterios que nunca tienen un fundamento en la verdad); un laberinto cretense nos impone absolutamente el camino.
En esta imposición radica la fuerza de la idea de laberinto, y por eso la representación dominante es la de los laberintos de una sola vía.
Hay dos excepciones notorias: el laberinto maya llamado Satunsat, y los laberintos barrocos de jardín.

Laberintos que no son
En realidad el Satunsat no es un laberinto, porque existe. Para ser, el laberinto debe permanecer en estado de idea.
Si la idea de laberinto hubiera tenido la intención de ser un plan, habría muchos edificios laberínticos en el mundo. Pero el único edificio construído deliberada y expresamente para perderse es el Satunsat.
El mito relacionado con este edificio maya no tiene registros escritos, sino que se trasmite, aún hoy, por relatos orales. Es muy adecuado que de lo que no hay (la mayoría de los laberintos de la historia y el mundo), se escriba mucho en cuentos y mitos, en forma de estructura constructiva de un arte, o se registre como imagen plasmada en monumentos; y que de lo que existe realmente, como el Satunsat, no se escriba nada.
Los mayas dicen que allí llegaron tres razas de seres: los gigantes, los medianos y los enanos. Agradecidos de haber llegado al mundo, levantaron un edificio que marca el punto mágico de su aparición. Primero gobernaron los gigantes, con la ayuda de un monstruo que, encerrado en el Satunsat, protegía ciertos secretos; revolución mediante, pasaron a gobernar los enanos, que fueron a su vez exterminados a causa de su mala conducta. Ahora gobiernan los medianos, aunque también han sido corrompidos por el ejercicio del poder.
El Satunsat parece representar el caos anterior a la creación, y por eso necesita ser un perdedero. No se trata, como en el laberinto cretense, de desorientar al caminante con respecto a un referencial exterior, sino de hacer sentir su caos inherente.
Pero los sacerdotes logran dominar, mediante un acuerdo secreto con el monstruo, ese caos primordial. Para eso, hacen intervenir, ellos sí, el exterior y el tiempo: una de las ventanas del edificio permite que el sol penetre, en dos momentos del año (los equinoccios) a través de una serie de ranuras perfectamente alineadas en el interior del edificio. De esta forma, el perdedero, artefacto autónomo del mundo, a la vez se subordina al orden del universo y cumple la función de reloj cósmico. El Satunsat, entonces, es un laberinto secreto, cuya disposición no se difunde, al contrario de lo que ocurre con los laberintos cretenses, que son mensajes en sí mismos, es decir, contenidos articulados para su difusión.
Durante el Renacimiento italiano surgieron en las grande villas campestres enormes jardines cuidadosamente diseñados que solían incluir uno o varios laberintos trazados con setos. Los primeros se encuentran en la Villa d’Este, en Tivoli, en el jardín diseñado por Pirro Ligorio en 1550. Son laberintos cretenses de planta cuadrada. Este modelo fue rápidamente sustituído por laberintos de vías múltiples, a medida que el Barroco imponía sus retorcijones.
Al principio, estos laberintos, si bien eran transitables, tenían unos muros muy bajos, y funcionaban como diseños visuales por los que era posible caminar. Más tarde, a partir del siglo XVII, aparecieron en Francia y en Inglaterra laberintos de altos muros vegetales, coincidiendo con el auge de los absolutismos: artefactos para jugar al desorden, en las casas de quienes imponían al mundo un orden centrado en sí mismos.

Laberintos hoy
Desde que en 1981 el abogado y curador alemán Hermann Kern realizó la exposición Laberinti, en Milán, donde exhibió unas sesicientas obras que comprendían reproducciones de grabados y dibujos, fotografías, maquetas e instalaciones de artistas contemporáneos, se ha renovado el entusiasmo por los laberintos. Aquella exposición fue visitada por 120.000 personas, su gigantesco catálogo vendió casi 4000 ejemplares, mereció 90 artículos de prensa y una decena de reportajes televisivos. Las editoriales comenzaron a prestar atención.
En 1980 había aparecido El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco que incluye un laberinto anacrónico (un impensable espacio barroco en la baja Edad Media). En 1982 Kern publicó un libro sobre laberintos que sigue siendo el más completo tratado jamás publicado sobre el tema (Labyrinthe: Eischeinungsformen un Deutungen: 5000 Jahre Gegenwart eines Urbilds, Prestel, Munich).
Libros de divulgación publicados durante los años veinte (W. H. Matthews, Mazes and Labyrinths) o los cincuenta (Paolo Santarcangeli, Il libro dei Laberinti), y trabajos académicos del mitólogo Karóly Kerényi o la especialista en literatura inglesa Penelope Reed Doob, entre otros, fueron reimpresos y traducidos.
Numerosos grupos místicos, religiosos o tradicionalistas han tomado el laberinto como su emblema.
En 1981 se fundó en Gran Bretaña una revista sobre laberintos llamada Caerdroia, que mantiene actualmente un sitio en Internet (www.caerdroia.com). La oficina de turismo de Inglaterra decretó 1991 como “Año del laberinto”, y definitivamente los jardines laberínticos se pusieron de moda entre quienes pueden pagarse un excéntricamente caro diseñador, como hace cuatrocientos años.
Jean Houston, fundadora de la Mystery School, difunde desde los años ochenta, en conferencias y publicaciones, una visión mística de los laberintos que fue muy influyente en varias comunidades católicas estadounidenses.  A través de este auge americano, y luego de visitar una iglesia californiana donde hay una réplica del laberinto de Chartres, François Legaux, Rector de la catedral francesa, promovió desde 1998 el recorrido por el laberinto de la catedral, para cristianizar las visitas de curiosos ateos atraídos por la legua. Desde desde el siglo XVII la caminata por el laberinto había sido desestimulada por la Iglesia francesa, responsable por la destrucción de decenas de grandes laberintos eclesiásticos.
Desde la fundación de Caerdroia se han realizado varias conferencias internacionales sobre laberintos, en las que participan tanto diseñadores de jardines como religiosos, historiadores, folcloristas y mitólogos.
En la actualidad los laberintos están asociados a actividades grupales al aire libre emparentadas con modas o aficiones como la llamada música celta, la mística soft de la Nueva Era y el renacimiento de una religiosidad antidogmática muy influída por la divulgación en Occidente de ciertas tendencias del budismo, el yoga y varios sincretismos.
El afloramiento de los laberintos en una época de casi absoluto dominio tecnocrático y académico del mundo de las ideas es un indicio de cambios.
El laberinto se resiste a convertirse en metáfora simple apta para usos filosóficos o académicos; exige un compromiso íntegro del explorador, que puede expresarse sólo en términos místicos o artísticos.

Publicado originalmente en EL PAÍS CULTURAL.

Torre de letras

Carlos Rehermann

El 16 de junio de 1904, James Joyce tenía su primera cita con Nora, quien sería luego la madre de sus hijos, y más tarde su esposa legal. Cuando, años más tarde, escribió Ulises, detuvo la acción de la novela en esa fecha precisa. Desde entonces, los fanáticos del irlandés festejan el Bloomsday cada 16 de junio, comiendo, en el desayuno, un riñón de cerdo. Bloomsday hace referencia tanto a Leopold Bloom, el protagonista de Ulises, que desayunaba un riñón de cerdo, como al Doomsday, el día del Juicio.
El director de cine John Huston fue un fiel comedor de riñones de cerdo. Su última película se basa en Los muertos, un cuento de Dublineses.
En 1962, Huston puso 1000 dólares para contribuir a la restauración de una torre donde Joyce pasó algún tiempo, durante 1904, como inquilino. Cien años antes de que Joyce se instalara en esa torre, el gobierno inglés había construido centenares de ellas a lo largo de la costa británica.
Se trataba de pequeñas torres circulares, de unos nueve metros de diámetro y diez o doce de altura, destinadas a frenar hipotéticas invasiones napoleónicas. La idea provenía de una torre similar, ubicada en la Punta Mortella, en Córcega, que en 1794, durante la primera guerra de Coalición, había resistido indemne el ataque de la flota inglesa. Napoleón también era corso, de manera que el Almirantazgo decidió esperar su ataque con una defensa corsa. Desde entonces, las torres supérstites se denominan Torres Martello. La deformación ortográfica mantiene, empero, la fonética inglesa.
La miopía de Joyce es a menudo citada como causa de su peculiar modo musical de describir el mundo. Sus problemas de visión eran sorprendentes: poco después de conocer a Nora, cuando aún no le dedicaba una fidelidad absoluta, abordó a una señorita en una calle de Dublín. Tuvo la mala visión suficiente como para no percibir que la joven venía acompañada. Recibió un puñetazo que lo derribó, pero aún de este hecho desgraciado extrajo el escritor cierto provecho: quien lo ayudó a levantarse fue cierto judío dublinés famoso por las infidelidades de su esposa.
La figura de Leopold Bloom se formó instantáneamente en la cabeza de Joyce.
Al final de su vida, los problemas de visión, agravados por su afición al alcohol -prefería el vino blanco, en particular ciertas variedades alemanas- lo condujeron a una casi completa ceguera.
En el primer capítulo de Ulises se describe extensamente un espacio, una torre Martello. Tres personajes son presentados en una mañana de sol y de brisa marina. Durante la permanencia de los personajes en la torre, hay unas cuarenta referencias espaciales.
Treinta de ellas se refieren específicamente a la torre, y son exclusivamente descripciones táctiles «con un codo apoyado en el granito rugoso», auditivas «Una voz desde adentro de la torre gritó fuerte: ¿Estás ahí, Mulligan?» o cinestésicas «Echó a andar rápidamente, siguiendo la curva del parapeto». Las descripciones visuales son vagas, confusas y lejanas: «Sombras boscosas se veían pasar flotando silenciosamente a través de la paz mañanera, a través de la paz mañanera, desde la entrada de la escalera hacia el mar, a donde él contemplaba».
El espacio de la torre queda descrito mediante recursos que excluyen lo visual, lo que hace que muchos lectores puedan sentirse desconcertados o confundidos. Sin embargo, no por ello la torre queda peor definida.
Cuando vi por primera vez fotografías de la Torre Martello, antes de saber que se trataba de la famosa torre de Joyce, tuve una bien definida sensación de déjà vu, que se aclaró cuando leí el pie de foto. Mi conocimiento de la torre, adquirido por medios literarios apelando a imágenes no visuales, fue capaz de generar imágenes visuales fielmente correspondientes a las imágenes fotográficas (visuales) que ahora veía. Si se resumen los indicios espaciales que da el autor a lo largo del capítulo, haciendo abstracción de los diálogos y otras descripciones y referencias, se obtiene un corpus cuya imagen resultante es pobre y muy parcial.
Por el contrario, la lectura continua del texto genera una coherencia espacial de gran precisión y justeza. No es arriesgado concluir que la cognición espacial depende en gran medida de recursos no espaciales, entre los cuales la narración es probable que ocupe un lugar importante. Probablemente una descripción detallada de la Torre Martello, desde su forma exterior e interior hasta los detalles estilísticos, texturales y volumétricos, no tuviera la capacidad de generar imágenes tan completas como la parcial, miope y vaga descripción de Joyce.
La Torre Martello se inauguró el Bloomsday de 1962, con la presencia de Sylvia Beach, editora de Ulises. Puede visitarse diariamente en Dunlaoghaire, Eire.

Publicado originalmente en la revista POSDATA

Construcción de un personaje

Le Corbusier pintando en la villa de Eileen Gray, en 1939. La cicatriz en la pierna fue consecuencia de una herida producida por la hélice de un yate en 1938.

Nombre artístico y vestuario
Le Corbusier no fue a la universidad ni a una escuela de Bellas Artes, que eran, a fines del Siglo XIX y comienzos del XX, los puntos de partida tradicionales para lanzarse al ejercicio de la arquitectura. Su formación fue artesanal, en el ámbito del grabado y la pintura. En su tiempo los artistas comenzaban a creer que tenían una función especial en la sociedad, y que su trabajo (que consideraban revolucionario) iba a dar solución a las miserias de la civilización industrial. Para imponer sus ideas los artistas construyeron personajes muy reconocibles y característicos, y lo mismo hicieron muchos de los arquitectos del Movimiento Moderno.
Después de la primera guerra mundial, el suizo Charles Jeanneret y el francés Amedée Ozenfant trabajaban en París como artistas y agitadores culturales. Ambos buscaron seudónimos, quizá para poder mantener simultáneamente la práctica del arte y la de la crítica. Jeanneret encontró “Le Corbusier”, derivado de un apellido de su familia (Lecorbésier). Para el oído francés, “corbusier” suena a “cuervo” (corbeau), aunque nadie sabe cuál es la relación que podría haber entre un cuervo y Jeanneret. La terminación “ier” parece hacer referencia a una dedicación o un oficio, pero en realidad la palabra no significa nada. Ese fue su triunfo: el único capaz de “corbusiar” (permítase la traducción) era “el corbusiador”, Le Corbusier. Si uno quería saber de qué se trataba todo eso, había que escucharlo.
Al seudónimo, Jeanneret añadió ciertos accesorios: corbata de moña y anteojos de montura notablemente gruesa y llamativamente circular (en esos tiempos las monturas eran de oro, plata o bronce, muy finas). A esa construcción visual se sumaba a un rostro impasible, adusto, que casi nunca se dejó fotografiar sonriente o con una expresión que delatara una emoción de cualquier clase.
Cuando Le Corbusier lanzó su carrera, los discursos de los arquitectos y de los artistas se parecían mucho. La industria estaba demandando diseñadores, una profesión aun por inventarse, y que la Bauhaus comenzaría a desarrollar en los años 20, a partir del trabajo de una serie de artistas y arquitectos. El Futurismo, corriente suicida y delirante, fascista y brutal, es una buena caricatura de la actitud dominante de la época: adoración por lo nuevo, abrazo apasionado a lo arrevesado, loas a cosas inarticuladas y feroces, como el ruido de los motores, el tableteo de las ametralladoras o el zumbido de la electricidad.

El texto dramático
Le Curbusier comenzó a decir que las casas debían ser al revés de como eran desde el origen de los tiempos: en lugar de tener una base pesada y más grande que la parte de arriba, postuló una construcción sostenida por finas piernitas sin muros; en lugar de unas ventanas de dinteles angostos y proporciones verticales parecidas a las de las personas, decretó unas aberturas horizontales, largas y sin interrupciones verticales; en lugar de fachadas dictadas por la física de los muros pesados, impuso composiciones libres, que seguían criterios parecidos a los de la pintura no figurativa fundada en la geometría y las medidas modulares, como el neoplasticismo o el suprematismo; proclamó la liberación total del plano de la casa, ya no sujeto a limitaciones marcadas por la longitud máxima de las vigas que se apoyan en paredes, sino determinada por la voluntad del diseñador. Finalmente, ordenó que los jardines estuvieran en el techo, una sorda evocación a una de las maravillas del mundo antiguo, los jardines colgantes de Babilonia.
La síntesis de estas propuestas es su frase celebérrima: la casa es una “máquina de habitar”. Si uno se detiene a analizar la metáfora que celebra la frase, comienza a sentir algunos escalofríos, porque si el hábitat es una máquina, ¿qué es el habitante? ¿Un insumo? ¿Un producto? ¿Un engranaje? Le Corbusier dejó las respuestas en suspenso.
La obra arquitectónica es muy cara, y la innovación implica unas inversiones notablemente cuantiosas. Los mecenas de artes visuales o de música puede avanzar con cierta prudencia: algunos miles bastan para poner a producir a un pintor o a un compositor. Pero a un arquitecto hay que darle millones. Para imponer sus ideas Le Corbusier debió (como todos sus colegas del Movimiento Moderno) legitimarse vigorosamente, y lo hizo de dos maneras: mediante un intenso trabajo gremial, especialmente a través de los Congresos de Arquitectura Moderna, y mediante una segmentación rigurosa del mercado, al que accedía a través de uno de los medios más modernos de su tiempo: la conferencia con ayudas audiovisuales.

El acto
A los 37 años, ya maduro en sus concepciones estéticas, ideológicas y arquitectónicas, Le Corbusier comenzó una actividad propagandística directa, cuyos insumos principales provenían de su revista L’Esprit Nouveau, que apareció por primera vez en 1920, y que solía publicar impactantes montajes de fotografías, aun hoy muy convincentes. Sus conferencias estaban destinadas a un público compuesto por dos tipos de personas: estudiantes de arquitectura; y miembros de las clases dominantes. Las célebres conferencias de Buenos Aires de 1929 (cuando también visitó fugazmente Montevideo) fueron organizadas por la Asociación de Amigos del Arte, conglomerado ilustrado de la oligarquía argentina, entre cuyos miembros se encontraba, naturalmente, Victoria Ocampo, la gestora cultural del Cono Sur más importante del siglo XX.
Normalmente sus conferencias comenzaban con la exhibición de unas cien diapositivas espectaculares y contrastantes (el puente de Brooklyn de Nueva York y de inmediato la catedral de Notre Dame de París; una escultura de Rodin y luego una máscara africana; un palacio renacentista y un transatlántico). A continuación Le Corbusier edificaba un discurso de promoción de sí mismo, en el que al final había una exhibición de sus propuestas urbanísticas y arquitectónicas, con ayuda de grandiosos dibujos y fotografías de maquetas.
La lógica de su discurso es sencilla y muy convincente: “Con estructura se hace arquitectura. Con nueva estructura se hace nueva arquitectura”. “El automóvil ha matado las grandes ciudades; el automóvil debe salvar la gran ciudad”. Casi todo lo que decía se reduce a algo como esto: “Hasta ahora hemos creído que la industria es sucia y desagradable; pero yo voy a demostrarles que es bella y útil, y señala un futuro luminoso”. Probablemente los medios visuales y su retórica simple, basada en silogismos, fueron la clave de su éxito, porque no tenía las cualidades naturales del orador carismático. Según puede apreciarse a partir de las grabaciones de algunas de sus conferencias, la voz de Le Corbusier era débil, a veces difícilmente audible, y con una tendencia a elevar el tono al final de las frases, lo cual las convertía en casi interrogaciones, como si esperara ser cuestionado.
A lo largo de la conferencia, Le Corbusier realizaba dibujos en grandes hojas de un metro y medio de alto por más de dos de ancho, que se conservan casi en su totalidad. Era un pésimo dibujante, y sus esquemas sólo tienen la función de ilustrar de manera muy esquemática su discurso verbal. Pero a los ojos del público, el dibujo se percibía como el medio natural del arquitecto. El poder y claridad de sus ideas es tan grande que incluso arquitectos experimentados perciben en sus torpes dibujos una maestría que está sólo en su pensamiento. También podría interpretarse que el esquematismo de sus dibujos es deliberado y connota la importancia secundaria de la formulación plástica en comparación con la radicalidad revolucionaria de la propuesta conceptual.
Un aspecto interesante de su estrategia de legitimación puede encontrarse en su gusto por colocarse delante de sus propias imágenes para adoptar el rol de demiurgo. Una fotografía célebre lo muestra extrayendo un apartamento de una maqueta de uno de sus edificios. Su mano toma delicadamente el apartamento a escala. La función de la fotografía es, en apariencia, la de mostrar la geometría de la unidad habitacional; pero es inmensamente más poderosa la impresión de que Le Corbusier es un dios.
Probablemente la misma intención perseguía en sus conferencias cuando en la secuencia final de proyecciones, se interponía entre el proyector y la pantalla, de manera de quedar como una figura gigantesca delante de las imágenes que él mismo había producido.

Publicado originalmente el EL PAÍS CULTURAL.