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El príncipe de los bohemios

ModiCarlos Rehermann
Amedeo Clemente Modigliani no fue un maestro, porque no dejó discípulos. Su obra no tuvo continuadores, tal vez porque es demasiado personal y única. En una época en que los artistas producían abundantes declaraciones de principios, manifiestos, definiciones absolutas, y formaban grupos desafiantes y aguerridos, Modigliani pintó y esculpió fuera de cualquier programa. En medio de la resaca de la producción de aquellos años, su obra emerge con una pureza y una fuerza que el tiempo no hace sino resaltar con brillo cada vez más nítido.

Contra los burgueses
Amedeo nació en Livorno, en la costa Toscana, en 1884. Su madre, Eugenia, era una francesa de Marsella, y su padre, Flaminio, había nacido en Roma. Eran judíos. La familia de su padre había sido proveedora del Vaticano –a Modigliani le gustaba decir que habían sido banqueros del Papa, aunque probablemente sólo eran intermediarios en pequeñas transacciones- y su abuelo paterno había creído que esa relación con la Iglesia le serviría de ayuda para violar una antigua ley que establecía que los judíos tenían prohibida la tenencia de tierras.
El abuelo Modigliani quiso dedicarse a la fabricación de vino, de manera que compró unos terrenos en las afueras de Roma. Pero de nada le sirvió su relación con el Vaticano: sus flamantes posesiones fueron expropiadas. La familia decidió entonces alejarse. Se instalaron en Livorno, donde había familiares y se respiraba una tolerancia desconocida en Roma.
El padre de Amedeo se dedicó a una obligada profesión tradicional de los judíos europeos: el préstamo. Pero era mal negociante. Prestaba atendiendo más a las necesidades que a las garantías de sus clientes, y muy pronto debió recurrir él mismo a otros prestamistas.
Así como Flaminio Modigliani era benevolente con sus clientes, sus acreedores fueron inflexibles. Le trabaron embargo, y todos sus bienes fueron secuestrados. Eugenia estaba embarazada de Amedeo cuando los oficiales de la justicia se presentaron en su casa. Esta vez, otra vieja ley italiana sirvió para dar un respiro a la familia: todos los objetos que estuvieran sobre la cama de una mujer embarazada eran intocables. Flaminio y Eugenia acumularon en su cama de matrimonio todas las joyas y objetos de algún valor que aún poseían. Esa pequeña fortuna les sirvió para instalarse en una casa más modesta y tratar de comenzar una nueva vida.
Flaminio se alejó de Livorno para probar suerte en la minería. Eugenia abrió una escuela de lenguas para señoritas, a la vez que se dedicaba a escribir cuentos y artículos literarios para algunos periódicos. Mientras tanto, criaba a sus cuatro hijos.
A los catorce años, Amedeo –Dedo, como lo llamaban en su familia- comenzó a tomar clases de pintura con Guglielmo Micheli, un discípulo de Fattori, uno de los pintores del movimiento florentino conocido como los macchiaioli, un nombre que eligieron a partir de los ataques de algunos críticos que decían que pintaban con manchas –macchie-. Poco después de comenzar sus estudios de pintura, Dedo enfermó gravemente de fiebre tifoidea. Durante varias semanas estuvo próximo a la muerte, y luego pasó casi un mes con episodios alucinatorios y delirantes, y con dificultad se recuperó, aunque su salud quedó debilitada para siempre. Dos años después, los médicos diagnosticaron tuberculosis, la enfermedad que habría de matarlo.
Isaac Garsin, su abuelo materno, fue su mejor amigo de la infancia y la adolescencia.  Hombre de una vasta cultura clásica, orgulloso de su origen judío, introdujo en Dedo el amor por la filosofía y el gusto por la cábala. Dedo conoció así a Espinoza –que aseguraba había sido antepasado suyo-, admiró a Nietzsche, aprendió de memoria largos fragmentos de Dante, reverenció a Shelley (que había vivido en Livorno) y se convirtió en un fanático de Baudelaire. Más tarde, ya radicado en París, descubriría otros dos poetas: François Villon –el primero de los malditos- y el montevideano Lautréamont, cuyo único libro, Los cantos de Maldoror, se convertiría en su obra predilecta, que llevó en el bolsillo hasta el día de su muerte.
Amedeo creció en un ambiente donde la filosofía, la literatura y la política eran los temas de discusión diaria y también los medios de subsistencia. Un académico estadounidense había contratado a Eugenia para que escribiera ensayos sobre literatura italiana, que luego él firmaba y publicaba (lo que le permitió hacerse un buen nombre como erudito en su país). Su tía Laura le dió a conocer la obra del anarquista Kropotkin.
Su hermano mayor, Emmanuele, un abogado y militante socialista, fue encarcelado por motivos políticos. Los Modigliani siempre sufrieron persecuciones: los abuelos por judíos, los padres por deudas, los hijos por socialistas. Amedeo, más tarde, porque sí.
En medio de este ambiente agitado por las circunstancias y por la riqueza de intereses de casi todos los miembros de la familia, Amedeo definió sus objetivos y sus enemigos ideológicos –los burgueses- desde muy joven. Quería ser artista.
En 1898 le escribía a su amigo, el pintor Oscar Ghiglia: “Quisiera que mi vida sea un torrente fértil que recorra la tierra con alegría. Soy rico, estoy lleno de ideas, y sólo necesito trabajar. […] Un burgués me dijo, hoy –con la intención de insultarme- que mi cerebro estaba siendo desperdiciado. Me hizo mucho bien. Todos deberíamos recibir un recordatorio como ese cada día.”
Su recorrida por Florencia, Roma, y una estadía relativamente prolongada en Venecia –donde se inició en el consumo de haschish y prácticas de ocultismo en salidas festivas con muchachas protegidas por un cierto Barón Croccolo- lo convencieron de que los burgueses dominaban la cultura italiana. Había que irse al centro del mundo: París.

Era una fiesta
A los veintidós años de edad, Amedeo llegó a París en 1906, el año en que, luego de más de una década de procesos y condenas, el judío Dreyfus fue finalmente rehabilitado por la justicia (No guardó rencores: se reincorporó al ejército, y fue condecorado por su participación en la Gran Guerra). Tal vez por el ambiente antisemita de aquel París, Modigliani desarrolló una actitud agresiva cada vez que se insinuaba una crítica a algún judío. Muchas de sus peleas en los cafés –y pese a su corta estatura, fue temido protagonista de famosas trifulcas- tuvieron origen en la defensa de su origen judío.
Llegó a París con algo de dinero, que gastó en muy poco tiempo. Poco previsor, se instaló en un hotel bastante caro, y comenzó a frecuentar los cafés, donde rápidamente se hizo conocer entre los artistas. En esos años, Montmartre comenzaba a resultar caro, debido en parte a la fascinación que su leyenda ejercía entre los adinerados turistas americanos, pero aún albergaba a la principal comunidad artística parisina. Cuando se le terminó el dinero, Amedeo alquiló un estudio destartalado en la zona baja de la colina, y se dedicó a la escultura y al estudio de pintura y dibujo en la academia Colarossi, un instituto muy famoso al que concurrían centenares de estudiantes.
No hay muchos datos de esos primeros años, pero algunos relatos aislados dan una idea de la impresión que rápidamente causó el joven italiano. Picasso dijo una vez: “Hay un solo tipo en París que sabe vestirse: Modigliani”. Un espectacular traje de pana ocre brillante, camisa amarilla, faja y bufanda rojas, y un sombrero negro de ala ancha, todo esto usado por un joven de una belleza sobrenatural, que se movía con gracia aristocrática, que hablaba el francés sin acento y recitaba de memoria largos pasajes de La divina comedia, hacían que su presencia se notara de inmediato cuando aparecía en la puerta de un café o en una sesión de estudio en la Colarossi.
La falta de dinero y su mala salud dificultaban su avance en el campo de la escultura, una actividad pesada y sucia, especialmente contraindicada para alguien con problemas respiratorios. Para ganar algo de dinero, recorría los cafés, donde realizaba retratos de los parroquianos, que vendía por unos pocos francos o cambiaba por un trago o un plato de comida.
En aquel entonces había dos grupos en pugna en la comunidad de los artistas: la banda de Picasso, y los seguidores de Matisse. Muy pocos quedaban fuera de la influencia de estas dos personalidades fuertes y acaparadoras. Hubo tres artistas que compartieron el rechazo a las comanditas, la marginalidad y una vida trágica: Maurice Utrillo, Chaim Soutine, y Amedeo Modigliani. Y los tres fueron grandes amigos, pese a las enormes diferencias de personalidad, ideas artísticas y formación. Fueron tres malditos, pero Amedeo recibió el título, porque el apócope de su apellido lo hacía fácil: Modi, maudit, maldito.

A la guerra en taxi
Modi fue amigo de todos. Su rechazo a la banda de Picasso, que finalmente derrotó a los partidarios de Matisse –el fauve terminó siendo asiduo visitante del bateau-lavoir, un antiguo y destartalado lavadero que era el cuartel general de Picasso-, no le impidió recibir el respeto del español, del que, sin embargo, nunca sería íntimo. Los escultores Lipschitz, Epstein, Archipenko y Brancusi; los pintores Kisling, Ortiz de Zárate, Vlaminck, Van Dongen, Utrillo y su madre Suzanne Valadon; los escritores Salmon, Jacob, Cocteau, Cendrars y Ehrenburg fueron sus compañeros frecuentes en cafés, talleres y fiestas. De la mayoría de ellos Modi realizó retratos, algunas de las más bellas pinturas del siglo XX.
Por más que Modi se relacionaba cordialmente con casi todos los miembros de la colonia internacional de artistas establecida en París, era considerado un marginal. Era la época en que los manifiestos comenzaban a circular. El primero de todos, producido por los futuristas italianos, le fue ofrecido para que estampara su firma, lo que pone en evidencia que los promotores de algunos movimientos de vanguardia no se preocupaban tanto por las ideas de los firmantes, como por la abundancia de firmas. De otra forma no se explica que los futuristas hicieran el pedido a un artista como Modigliani, que insistía mucho más en el intento de recuperar una línea de expresión que se hundía en el pasado, que en una ruptura absoluta. Modi no se suscribió a nada, y sin embargo fue probablemente uno de los artistas más revolucionarios de su siglo.
Un ejemplo de su sensibilidad descolocada en su tiempo –esta vez adelantando los años que vendrían-  es su devoción por Los cantos de Maldoror, que sólo sería “descubierto” por la crítica y los surrealistas dos décadas después que Modigliani.
Era un mundo realmente extraño. Hay un episodio de la guerra que pinta elocuentemente esa cualidad surreal de la vida en París. Para el contraataque del Marne, el general Gallieni, comandante de la región de París, disponía de tropas, pero no de transporte. Tuvo una ocurrencia de dandy: contrató a los 600 taxis de París para llevar a los soldados a la batalla. Ese tipo de gestos era muy del gusto de Modigliani, que, una noche, decidió ir a la guerra, a pesar de que había sido rechazado por motivos de salud. Tal vez como no había taxis, o no tenía dinero para pagar uno, fue caminando, aunque a las pocas cuadras decidió detenerse un momento en un café, y terminó por olvidar su propósito patriótico.

La leyenda y después
Hay una especie de incapacidad crítica de evaluar el trabajo de los artistas que no funcionan dentro de una corriente clara y explícitamente definida. Hay una notable escasez de trabajos críticos acerca de Modigliani. Esa falla del sistema evaluatorio de los mediadores limita la posibilidad de recepción de una gran cantidad de obras de arte por parte del público no especializado.
Las primeras noticias de una enfermedad final que aquejaba a Modigliani produjeron un alza en los precios de sus cuadros, cosa que casi pudo disfrutar el artista, ya que vendió tres cuadros en una exposición en Londres, pocos meses antes de morir. El juicio favorable de Roger Fry contribuyó a la aceptación londinense, pero los rumores eran tan difundidos que el propio Modigliani llegó a escuchar noticias de su muerte. Cuando finalmente murió, pocos meses después de la exposición, los galeristas, que no le habían dado espacio en vida, se encontraron con un paquete muy atractivo: un personaje con aura mítica, un outsider autodestructivo, el último bohemio, príncipe por el que lloraban las más bellas mujeres de París, con una obra relativamente reducida.
Modigliani sin leyenda (así tituló su hija Jeanne la biografía que escribió de su padre) no habría vendido bien; quizá habría pasado a la historia como otro Kisling, otro Ortiz, otro cualquiera de los muy personales artistas de aquellos años.
Modigliani estaba solo. Creía que la calidad de su obra bastaría para producir el éxito. Estaba equivocado: era necesario afiliarse a un movimiento, o morir.
Muchos de sus contemporáneos lo describieron como un borracho inveterado, dependiente del haschish, camorrista y exhibicionista, y numerosos testimonios hablan de su permanente estado de enajenación. Si dejó pocas obras, no fue porque pintara poco, sino porque su carrera artística duró sólo una década. Su enfermedad pulmonar lo obligó a alejarse del trabajo en muchas ocasiones. Si a eso agregáramos un estado permanente de borrachera, como pretenden algunos, resultaría inexplicable su tasa de producción, la calidad y firme evolución de su obra.
Tal vez la mala fama proviene de su personalidad anárquica. Su marginalidad era menos peligrosa para algunos movimientos de su época si obedecía a una debilidad de carácter, que si se debía a una profunda convicción sobre el rol del artista. Para el espíritu conspirativo de los movimientos de entonces, nada era más amenazante que un individuo genial e ingobernable, que además no tenía aspiraciones de liderazgo.
La obra de Modigliani le servía al sistema de producción y comercialización artística si se trataba del producto de la enfermedad y la droga: esa visión tiene la ventaja de aceptar su valor a la vez que colocarlo como indeseable. Su negativa a la ruptura con la tradición y a la organización de grupos de asalto artístico iba en contra del espíritu de la época. Modigliani fue un sedicioso tanto para los burgueses como para los vanguardistas.

La última mujer
Desde su adolescencia, Modigliani fue literalmente adorado por las mujeres con una unanimidad que también explica la leyenda. Todos quienes lo conocieron, cuando son invitados a hablar del pintor, comienzan por referirse a su extraordinaria belleza. Durante sus primeros años en París, Modi intentaba convertirse en escultor, y trabajaba muy poco con modelos. Sus amantes eran dependientas de lavanderías, modelos de la Colarossi, artistas y poetas que conocía en los cafés y en las reuniones que se realizaban en los talleres de sus amigos. Cuando definió su carrera como pintor, su tema fue siempre y solamente el retrato. Pintó, en toda su vida, sólo cuatro cuadros cuyo tema no es el cuerpo humano: un paisaje de Toscana, en su época de estudiante en Italia, dos paisajes del sur de Francia, cuando, durante la guerra, vivió dos años en Cagnes-sur-Mer, donde le resultaba difícil encontrar modelos, y una naturaleza muerta, en un cuadro a dos manos con su amigo Moïse Kisling.
Algunas artistas se dedicaban a posar por dinero, para pagar sus estudios de pintura, o simplemente para comprar los materiales imprescindibles para pintar. Tal es el caso de Suzanne Valladon, la madre de Maurice Utrillo, que había sido modelo de Renoir y en la época de Modigliani ya era una pintora reconocida. Modigliani retrató a muchas modelos profesionales, con quienes invariablemente tuvo relaciones íntimas, pero también fue solicitado por mujeres fascinadas por el ambiente artístico parisino, compradoras de arte o acompañantes de coleccionistas. Modi tuvo unos cuantos problemas con maridos celosos. Su aventura con Gaby, una famosa modelo no muy joven pero extraordinariamente hermosa, tuvo su conclusión en un episodio relatado por Douglas Goldring en su libro Artist Quarter. El amante de Gaby, un hombre adinerado que mantenía a la mujer más que nada como un imprescindible rasgo chic, tuvo un encuentro con Modi, a través de un amigo común. La relación de Gaby con el pintor se había hecho demasiado conocida en la ciudad, y el hombre, que toleraba algunos caprichos de su amante, deseaba al menos cierta discreción. Pero la entrevista fue una muestra de la capacidad de seducción de Modi. Los reclamos del hombre terminaron disueltos en un brindis de ambos por la belleza de Gaby, y su amistad sellada luego de una noche de vino, haschish e incluso la venta de uno de los desnudos que Modi había hecho de la mujer que compartían.
La actriz Elvira, la modelo negra Aicha, la poeta rusa Anna Akhmatova, la periodista (y quizá poeta) inglesa Beatrice Hastings, la artista canadiense Simone Thiroux fueron algunas de las mujeres cuyos nombres quedaron asociados al de Modigliani. Muchas otras se autoproclamaron viudas cuando el pintor murió.
Pero la última compañera de Modi fue la protagonista de una tragedia que enmudeció a París el 25 de enero de 1920.
Jeanne Hébuterne nació en París el 6 de abril de 1898. En 1917, cuando era estudiante de pintura en la academia Colarossi, Jeanne conoció a Amedeo.  Se conservan unos pocos trabajos suyos: dibujos a lápiz, de líneas fluidas, uno de ellos un retrato de Modigliani, y una pintura que representa el patio de la casa de apartamentos donde vivieron el último año de sus vidas.
Se sabe poco de Jeanne. Casi no hablaba. Nadie la vio reir. Las tres fotos que se conservan de ella dan la impresión de que no se trataba de una belleza. Hija de una familia de pequeños burgueses, su relación con Modigliani produjo una ruptura violenta con su padre, aunque su madre llegó a convivir varios meses con la pareja, en su estadía en Cagnes. A fines de noviembre de 1918, Jeanne dio a luz una hija de Amedeo, en Niza. A mediados de 1919, quedó embarazada de nuevo. Su hija Jeanne fue entregada a una institución para asegurarle unos cuidados que la pareja no podía ofrecerle, aunque no fue dada en adopción.
La enfermedad que Modigliani arrastraba desde la adolescencia se agravó durante 1919, y para el invierno la situación era insostenible. Incapaz de recorrer los cafés para realizar retratos, las entradas de la pareja se reducían a los adelantos que el agente de Modigliani, el poeta polaco Leopold Zborowski, dificultosamente podía darles. Los hechos conocidos son pocos. El 22 de enero de 1920, Ortiz de Zárate, el pintor chileno que fue su primer amigo en París, llevó a Modigliani al hospital, inconsciente, con la ayuda de Moïse Kisling y Zborowski. Lunia Czechowska, una amiga secretamente enamorada de Modigliani, se encargó de Jeanne, cuyo embarazo había pasado ya el noveno mes. Sin haber recuperado la conciencia, Amedeo murió las nueve menos diez de la noche del sábado 24 de enero.
Jeanne fue llevada al hospital para ver por última vez a Modi. Poco se sabe del resto de esa noche. En algún momento de la madrugada, Jeanne fue llevada, seguramente por la escultora Chana Orloff, a la casa de sus padres. A las cuatro de la mañana del domingo, mientras sus padres y su hermano André discutían en otra habitación acerca del futuro de la muchacha y sus dos hijos ilegítimos, Jeanne abrió la ventana de su antiguo dormitorio y se arrojó a la calle.
El 27 de enero, mientras toda la comunidad de artistas formaba un impresionante cortejo fúnebre por las calles de París, acompañando el cuerpo de Modigliani al cementerio del Père Lachaise, los padres de Jeanne llevaron su cadáver en secreto al cementerio de Bagneux. En 1930, luego de diez años de súplicas, Emannuele Modigliani, el hermano mayor del pintor, convenció a los ofuscados Hébuterne para que permitieran el traslado de los restos de Jeanne a una tumba junto a la de Amedeo.

Publicado originalmente en EL PAÍS CULTURAL.

La búsqueda

Picasso, Estudio para «Guernica»

Carlos Rehermann

Nadie habrá dejado de observar que Picasso dijo: «Yo no busco: encuentro». El tipo era, entonces, un encontrador. Si, estimulado por su éxito, alguien intenta seguir su prédica, dejará inmediatamente de buscar. Picasso tenía un talento especial para encontrar clientes. En cambio, otros van por ahí, igualmente desapasionados y ajenos a la búsqueda, y no encuentran ni uno. ¿Los habrá encontrado todos el Maestro? Pero probablemente el artista no se refería a los clientes, sino a la esencia del arte, o sea, a nuevos valores estéticos y respuestas o más bien preguntas que aclaren el sentido de la vida.
Numerosos admiradores sonríen con ternura al recordar las sabias palabras del gran pintor, a la vez que educan a sus hijos en el valor del tesón: el que busca, encuentra. Es cierto que quienes más hablan de sus búsquedas artísticas son los que nos muestran menos hallazgos, pero hay que ver los trabajos preparatorios del Guernica, o las series de grabados del artista, para darse cuenta de que el tipo buscaba con un frenesí casi maniático.
Ahora que el mundo está neblinoso y sumamente empresarial, conviene no desanimarse frente a ciertas frasecitas. No deja de ser curioso que Picasso y Hemingway encontraran a Gertrude Stein y mientras tanto hablaran de no buscar, y en cambio gente como Modigliani o Henry Miller se preocuparan de no encontrar mecenas parecidos.
Lo cierto es que no basta con decir «encuentro», porque detenerse a recoger una u otra cosa del suelo implica una decisión, es decir, cierto plan de búsqueda. Caminando por la orilla del mar, el paseante no busca algo específicamente definido, pero bien sabe que no encontrará un yak o una mesita Luis XV. No puede, por tanto, decir que sólo encuentra, pues por algún motivo está en la playa y no en el Tibet o en una mueblería. Así, pues, la frase de Picasso no puede interpretarse sino como una aviso de neón destinado a capturar adeptos, es decir, un medio de búsqueda poderoso y con un mercado objetivo bien definido: aquellos que tienen una debilidad por el personaje artista bohemio genial, capaz de emitir sentencias para adornar acápites o dar tema para una nota de prensa.
Entonces ¿buscamos o no buscamos? El problema de buscar es que resulta parecido a ponerse esos tapaojos que se colocan a los caballos para que no se distraigan: ya se sabe, el camino lo marca el dueño del carro. Y el problema con encontrar es que, pese a todo, uno está buscando. Por eso los budistas zen se sientan, quietos como piedras, y no buscan ni encuentran, y cuando alguien les pregunta algo, contestan cosas como : «la crema está bien, pero las alas no sirven para fumar», y el que preguntó anota todo en una libretita y se va a la casa a tratar de encontrar, buscando, un sentido a la respuesta. En el fondo, como dice un artista que conozco, cualquier monedita sirve.

Publicado originalmente en la revista POSDATA