Ambientalismo en cuestión

¡Vamos a matar todos esos bichitos con salutíferos polvos de DDT!

El padre de los verdes
Albert Schweitzer fue un médico y teólogo alsaciano que vivió buena parte de su vida en África, donde atendía un hospital de leprosos. Una de sus admiradoras fue la bióloga estadounidense Rachel Carson, que le dedicó su libro “Primavera silenciosa”, publicado en 1962. Carson cita así al teólogo: “El hombre ha perdido la capacidad de ver el porvenir y precaverse: terminará por destruir la Tierra”.  En el libro precursor del ambientalismo está ya la sentencia apocalíptica que marcará el rumbo del movimiento.
El libro de Carson tuvo un éxito fulminante. El silencio de la primavera se refiere a la ausencia de pájaros, constatada en algunos puntos que habían sido rociados con DDT. En esos años, el gobierno de Estados Unidos propagandeaba intensamente el uso de este insecticida, y en playas y parques se esparcía incluso sobre los niños. “Primavera silenciosa” cayó como una bomba en las familias estadounidenses, que sintieron que el gobierno los había estado envenenando.
Una primera lectura puede dar la impresión de que se basa en los conocimientos científicos de la autora, pero en realidad se trata de un libro de filosofía neo-franciscana, de la que Schweitzer es un perfecto representante. Las primeras organizaciones ambientalistas nacieron a fines de los años sesenta. Todas reconocen en Carson a su principal inspiradora.

Ciencia y política
Medio siglo después de “Primavera silenciosa” comienzan a escucharse voces que ponen en cuestión algunas afirmaciones ambientalistas: quizá el calentamiento global no se deba a acciones humanas; tal vez la extinción de especies es un fenómeno que siempre ha ocurrido con la misma intensidad que hoy; quizá el DDT es mejor que la malaria; tal vez la energía nuclear es la menos agresiva para el ambiente.
Una de estas voces es la del uruguayo Aramis Latchinián, biólogo especializado en oceanografía, autor de “Globotomía. Del ambientalismo mediático a la burocracia ambiental”. Latchinián demuestra que algunos argumentos de ciertos grupos ambientalistas no tienen sustento científico. Una actitud frecuente en algunos grupos ambientalistas es la que Latchinián llama “iluminismo ambiental de corte autoritario”: hay algunos temas que no se discuten, que ya están laudados por el ambientalismo y acerca de los cuales no se admite la menor discusión.
Un indicio de que el principal problema relacionado con el ambiente es político y no ambiental, es que en las conferencias mundiales sobre el cambio climático, los científicos votan para definir qué cifra poner en el informe acerca del calentamiento global que van a publicar al final. La democratización del termómetro no parece tener mucho que ver con el método científico, pero el movimiento ambientalista mundial tiene fe ciega en el consenso de una ciencia regida por la democracia. Conviene recordar que la burocracia ambiental le da de comer a muchos científicos.
Una consecuencia peligrosa de esta actitud, dice Latchinián, es que las personas comienzan a preocuparse por problemas globales y dejan de atender los problemas locales. El famoso lema ambientalista “Think Global, Act Local” (“Piensa globalmente, actúa localmente”) puede esconder intereses bastante locales. Latchinián sostiene que los problemas ambientales son mayoritariamente locales: contaminación de ríos y cursos de agua, desertificación, erosión de suelos. Pero “pensar globalmente” hace, en muchos casos, que se olviden los problemas locales, y que se adopten políticas que atienden a supuestos problemas globales. Pensar que los uruguayos somos responsables del calentamiento global puede conducir a que no nos pongamos a solucionar los procesos de erosión de suelos rurales en nuestros campo, y en cambio nos preocupemos y dediquemos energía a reducir las emisiones de gases invernadero. Muchas veces se convierte en global un problema local: la escasez de suelos para relleno sanitario (depósitos de basura), que es un tema grave en Holanda, no lo es en Uruguay; clasificar la basura en Uruguay como se hace en Holanda genera una dispersión de atención y energía que debería volcarse a problemas uruguayos. Sin embargo, “pensar globalmente” suele ser escuchar a un holandés hablar de sus problemas locales.

Sin salida
Un asunto clave para el éxito o el fracaso del discurso ambientalista es el manejo de la percepción del riesgo. El riesgo se mide combinando la probabilidad de que ocurra el evento que se teme, con la magnitud de las consecuencias. Por ejemplo, la probabilidad de que se produzca una explosión en una central nuclear es muy baja; la magnitud de las consecuencias, muy alta; el riesgo, entonces, resulta ser medio. Sin embargo, la población no mide el riesgo con ese criterio más bien frío y mecánico, sino que atiende casi exclusivamente a la magnitud de las consecuencias: la sensación de riesgo es muy elevada aun cuando la probabilidad de que ocurra un accidente nuclear es ínfima.
Como conviene ser precavido, entonces evitemos las centrales nucleares. Pero el buen ambientalista nos dirá, con razón, que las centrales de producción de energía eléctrica a base de petróleo son contaminantes y producen gases que generan efecto invernadero. Usar biocombustibles no soluciona nada: su combustión genera tanta contaminación o peor que la quema de petróleo. Sólo se podrá optar, entonces, por fuentes llamadas “renovables”, como las mareas, los ríos (¡siempre que no se represen en exceso, ya que los espejos de agua resultantes pueden cambiar la dinámica atmosférica local!), la energía solar, la geotermia o el viento. Pero ni siquiera los ambientalistas niegan que las fuentes renovables de energía no alcanzan para cubrir el requerimiento de los países industrializados en la actualidad. No hay salida. Es comprensible que esta encerrona produzca angustia y agresividad en las personas empujadas a sentirse culpables de estar llevando al mundo a la ruina.
Probablemente el ambientalismo es uno de los fenómenos sociales más interesantes del último medio siglo. El eficiente uso de los medios masivos de comunicación, el abanico de tácticas de protesta y agitación, el uso de la ciencia como fundamentación prêt-à-porter, y especialmente el manejo del miedo para lograr adhesiones voluntarias, hace de este amplio conjunto de movimientos sociales y políticos una materia de estudio a la que los científicos sociales aun no le han dedicado esfuerzos significativos, quizá porque hasta ahora no era políticamente correcto cuestionarlo.
Pero el discurso ambientalista se ha oficializado, es el discurso de todos los gobiernos y de todos los organismos internacionales, y no hay político que no dedique algunas líneas de su programa a la “preocupación por el ambiente”. Se abre ahora la posibilidad de convertirlo en tema de estudio, esta vez sí políticamente correcta, ya que se tratará, desde ahora, de cuestionar al poder.

Publicado originalmente en EL PAÍS CULTURAL.

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